Hay un viejo dicho motivacional que reza: el peor enemigo de alguien es él mismo. El fracaso de alguien lleva consigo una serie de externar ideados que influyen en el camino claramente, pero es en gran medida causa de los desaciertos personales que algo no pueda ser alcanzado. Más allá de ser una idea aplicada elementalmente a los individuos, si se traslada al ámbito grupal posee la misma validez. No hay nada como el fútbol para poder ejemplificar esa capacidad éxito o fracaso, mucho más ayuda para esto la selección de Panamá. El viernes se había presentado una oportunidad de oro para dar un golpe sobre la mesa ante un equipo que, más allá de su limitado nivel de competencia y desarrollo de juego, no dejaba de perfilarse como rival directo para las aspiraciones mundialistas.
Más allá de que en las cuatro últimas visitas a Puerto Príncipe los números se presentaban en contra, el hoy tenía un peso que parecía lo suficientemente grande como para revertir el historial. Luego de dos partidos en la eliminatoria quedaba bastante claro: Trinidad y Tobago no tiene un equipo competitivo; no está un Leo Beenhakker en los banquillos conduciendo los hilos de una escuadra con Dwight Yorke, Stern John, Shaka Hislop o Chris Birchall. Sacando a un experimentado Kenwyne Jones, el peso futbolístico de esta selección se presentaba como ninguno. Además de tener como carta de presentación el biotipo del futbolista caribeño, muy pocos puntos altos podrían decirse sobre el juego de una selección que, inclusive, tenía un técnico debutante de cara a esta jornada de selecciones nacionales.
Con todas las condiciones puestas, el partido debía verse
como tres puntos que, trabajados de forma adecuada, no debían escaparse. Lo
cierto es, que no se trabajaron como merecía. Con un solo mediocampista de
contención y cinco volantes más adelantados a aquel hombre delante de la línea
de la defensa, Panamá sufrió con la circulación del juego, que nula o
inexistente fue durante prácticamente 70 minutos. Adoleciendo un poco de los
años a la espalda, la poca compañía en labores de recuperación que el sistema
presentaba y de la velocidad de los jugadores trinitarios, se le entregó
totalmente la iniciativa del compromiso al rival. El mensaje del entrenador panameño fue claro: esperar y
contragolpear. En otras palabras, especular en la cancha.
Una forma bastante
cobarde de afrontar a un equipo que, por más respeto que se le deba tener a un
rival en su casa, cómodamente se le podía superar si la propuesta de juego
hubiese sido otra desde el primer minuto del compromiso. Pero la idea del
estratega fue otra, apelando entonces a un primitivo sistema de fluidez para
las jugadas que se concebían en las conocidas partidas de tenis, las cuales setenía la pequeña esperanza de que no se presentaran en el partido del viernes. Una vez se presentan los errores, el instinto del ser humano
empuja para sacar la casta y presentar una solución al problema. En la primera mitad esto nunca sucedió, parecía el equipo panameño incapaz de revertir la superioridad del rival en cancha, parecía que nadie por parte de la visita entendía el cómo o el cuándo para hacer los ajustes pertinente. Por los
movimientos del banquillo así como del parado en cancha, Bolillo lo intentó,
pero se presentó una realidad inquietante: Panamá no tiene capacidad de
reacción.
Claro, decir esto en el 2017 parece de alguien que acaba de descubrir
el agua tibia, pero es algo que se debe remarcar tomando en cuenta la presión
que se afrontan en esta clase de compromisos; y teniendo una mejor performance cada vez que se empieza debajo del marcador es lo que claramente puede definir un cupo a la próxima Copa del Mundo. Más allá de indiscutible crecimiento que como selección se ha tenido a nivel internacional, todavía quedan muchas cosas por hacer de cara a lo que hoy es la aspiración a llegar a la cita mundialista en junio del próximo año. Lo bueno es que todavía hay tiempo para enmendar las cosas en ese aspecto, pero debe hacerse.
El gol del local cayó en una jugada completamente aislada, en donde se le dio el espacio y de fuera del área Kevin Molino puso el balón en la esquina donde Jaime Penedo jamás podría haber llegado. Las derrotas duelen mucho y siempre se señala el colectivo, pero la culpa total del resultado de este partido recae sobre las pobres decisiones de Hernán Darío Gómez. Más que la rabia habitual, lo que generó el descalabro en Puerto Príncipe fue decepción, porque se pudieron haber hecho las cosas de manera diferente y hoy se podría estar mirando a los demás equipos con comodidad en una plaza inalcanzable de cara a la próxima jornada. Pero no. Se le dio vida a un rival que estaba muerto antes del partido, todo por el temor a perder, por ese miedo que se tuvo a no leer el partido de la forma adecuada. La historia hubiera sido otra, pero, el hubiera no existe.